Guia para curar el alma en el monte
Antes que todo,
procura que esté en el cuerpo,
protege tu espalda baja del susto
con una linda faja que tenga raíces
y te contenga con suave firmeza.
Anda con el corazón en pecho,
sin miramientos,
un salto de fé no del todo ciego.
El camino apremia andarlo
con el sigilo de un puma
que avanza surcando espinas.
Si sabes escuchar,
El susurro de las rocas
van a contarte el poder de tu cuerpo
al andarlas
Subí al cerro dejando las penas
y desde su cima
escucha al miedo jugar con el viento en el río,
hasta estremecerte los huesos
y hacerte silencio.
Date una linda compañía,
una amistad que se sienta un regalo,
que no vacile en dar ternura y cuidado:
abrigo, pancito tostado,
charlas de pecho abierto.
Entrégate a la aventura,
a abrir caminos,
a confiar en quien los ha recorrido,
a sumergirte en la experiencia
como una luna creciente
que se libera de todo pensamiento menguante.
Habla con un árbol
y aprende la sabiduría
de quien sobrevivió los años,
incendios y tempestades.
Él sabrá mostrarte
que estar vivo es estar de pie.
Hacé una enorme fogata
allá en lo alto
con todo lo que ya no necesitas:
los miedos viejos,
las culpas pesadas,
las palabras que te hicieron daño.
Deja que el fuego los transforme
en cenizas livianas,
que el viento se lleve
lo que ya no es tuyo.
Aguarda en la noche
el lucero de la mañana,
como una luz de esperanza
que ilumina con belleza y calma:
Siempre escampa.
Luego, sentate en silencio.
Respirá hondo el aire puro del monte,
dejá que el ritmo de tu corazón
se acompase con el latir de la tierra.
Escuchá.
No hay prisa acá.
El alma se cura con tiempo,
con paciencia,
como el agua que talla y pule la piedra:
suave, persistente,
sin forzar el ritmo.
Aprendé a soltar
incluso el deseo de sanar,
porque el alma sabe cómo florecer
cuando nadie la está mirando.
Báñate en el río helado
—ese que te quita el aliento—
y deja que el agua te recuerde:
"Lo que duele también limpia,
lo que asusta también despierta".
Recogé piedras, plumas, raíces,
guardálas como letras
de un alfabeto sagrado.
No tienen que significar nada todavía…
pero un día, sin aviso,
te van a decir exactamente
lo que necesitabas escuchar.
Cuando bajés del monte,
llevate el cielo entre las manos.
No como una conquista,
sino como un pacto:
Vuelvo, pero nunca me fui.
Y si la tristeza o el vacío regresan
—como siempre lo hacen—
no les cierres la puerta.
Invitalos a sentarse,
ofreceles un tecito de hierbas
y pan recién horneado.
Preguntales:
"¿Qué vinieron a enseñarme?"
Luego despedilos con un abrazo,
sin seguirles hasta la puerta.